Me sentía bastante instalado en la casona de calle Perón. Deslumbrado, con ese enorme ventanal que daba a la vereda llena de luz, sumado a lo pintoresco del barrio y los murmullos mañaneros que me indicaban que el alba estaba cerca.
Pensaba en esa quinta vez que viajé a su casa en Santa Fé, cuando debí aprender a usar la tarjeta luego de seis años pasando el túnel en auto. Tuve pánico, y encima luego de llegar a la terminal, debía trasladarme hasta Guadalupe. Y aunque le había repetido sistemáticamente que pretendía llegar solo, recordaba todas aquellas veces en que me esperó en el taxi.
Pero, ahí me veo nuevamente insistente con experimentar sobre la neurosis. La ansiedad y los obstáculos invisibles. Y es que no soporto que me digan lo que me conviene o lo que tengo que hacer. Y prefiero ser fuerte, o mostrarme entero, experimentar aunque me caiga a pedazos. Eso sí, jamás mostrar la parte que duele, esa blandita que suelo recubrir de ambigüedad o ambivalencia. La que muchos han llamado bipolaridad o estados cambiantes de manera recurrente.
Tanto tiempo pretendí que le crecieran alas a personas que nunca iban a volar, y ahí estabas vos dando vuelta con dos alas enormes y una sonrisa pintada. Me invitabas a salir del nido, y un café cortado en la estación Belgrano.
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