Materia significante

Puedo llegar cansado después de todo un día de trabajo y entregarme al encanto de dejarme ser, pegado al calefactor o desparramado en el sofá. Elegir, si taparme con mantas o preparar café, para luego poner algo de la música que me gusta, postergando el cumplimiento de las múltiples obligaciones que tengo pendientes.

Así traigo a mi conciencia lo que para el resto es invisible, aquello en lo que me gusta pensar respecto de los hilos que interconectan a las personas, las ligan en un cúmulo de encuentros y desencuentros, conversaciones que devienen en pura multiplicación de la materia significante, interpretaciones confusas y erróneas de caracteres e intencionalidades supuestas.

En ese deambular, abro los ojos ante un caminito desconocido entre un cuello y una oreja. Me muerdo de las ganas de darle un bocadito a la locura, antes o después de la ducha. Una mordida a la barra de chocolate amargo; unos sorbos al vino que dejé arriba de la heladera. Si todavía fumara, me prendería un cigarrillo y no tendría problemas en sentarme para que me susurre sus secretos, porque a mí también me sobran. Con todo gusto abriría mi pecho a la mitad con ambas manos, para convidar, además algunas metáforas, un poco de todo aquello que se siente rico.

La pérdida y el enojo

Volver a lo prístino, a lo sagrado, a lo que fue único y que se recubría con dulzura, protección, sueños y metas cumplidas. Resguardo algo para mí, que nadie más podrá tener nunca y que por ello debe ser rememorado con recelo. Un lugar calentito. La foto de los pies en el barro, las lágrimas que fueron tantas y diversas. Los enojos, arranques y empujones formaron parte de un terreno seguro, que se resquebrajó en el piso como un florero caro. Un sendero que es imposible volver a reconstruir y cuyas viejas heridas aún sangran. Seguramente sea necesario cada tanto regarlas con un poco de sal, para que el dolor aplaque todo lo demás. De no ser así, resultaría intolerable.

Aparece el enojo, que se vislumbra encubriendo un desgarramiento que no sana, porque el dolor sigue latente. Gritar para encubrir el llanto, para que nadie note que en la altivez se puede esconder un rinconcito de tristeza, a pesar de lo turbio y sucio en que todo devino.

La sonoridad de un día frío

El susurro constante de las hojas hace de esta una perfecta tarde invernal, para servir café y plantarse como estatua frente al ventanal que da a la calle, sólo para poder mirar hacia adentro. La sonoridad del frío es tan diferente a la de las otras estaciones y hay que predisponerse para poder apreciarlo.

Comúnmente las personas nos queremos llenar de ruido para evitar el encuentro con aquello que no queremos oír. Pero por nuestra naturaleza humana, podemos terminar reflexionando un día cualquiera sobre la falta de auto control, el desborde emocional y las profundas ganas de salir corriendo a buscar a alguien para decirle unas muchísimas verdades desde la puerta de entrada de su casa, decirle con las tripas una serie de cosas sin sentido, apenas entendibles para la mayoría de los seres humanos. Serían algo así como unos sonidos guturales, bestiales, para el asombro de cualquier persona que justo pasara por allí, pero que para ambos tendrían un profundo y doloroso sentido.

Aparecen además, mis propios secretos, esos que nadie sabe y que llevo conmigo en cada metáfora de mis textos escritos, como de aquellos que me rondan en la mente al cocinar, cuando voy al baño o mientras hago la cola en la caja del supermercado de Avenida de las Américas. Y así me entretengo un tanto agotado, resguardando que el horizonte no se me pierda entre los balcones del edificio de enfrente.

Día de la patria

Todos los veinticinco de mayo la misma historia que repite desde la eternidad, aunque por suerte cada tanto vuelve el frío y eso es un alivio, porque peor resultan esos días festivos de humedad y calor mesopotámico, en los que a pesar de las temperaturas, se come locro. Y con suerte, se incluyen en el postre, pastelitos de membrillo y batata.

La cocción del locro siempre era una celebración que llevaba al menos dos días de preparación y posiblemente un día más para las compras de cada uno de los ingredientes. En mi casa lo preparaba la mamá de mi mamá, es decir, mi abuela. Recuerdo que lo primero que hacía era poner el maíz y los porotos en remojo, con unas hojas de laurel (esto, según ella, evitaba los gases que suelen producir las legumbres). Una vez comprados los trozos de carne, había que hervir cada porción de cerdo, de carne de vaca y los chorizos. El olor del hervor de la carne me relajaba el estómago (no así el brócoli o la coliflor, que la mayoría de las personas suelen no tolerar). Luego se debía cortar en pequeñas raciones la panceta y los cueritos de cerdo. Al mismo tiempo, se pelaban las calabazas, zapallos, cebollas, papas, ajos y batatas casi en proporción industrial. La integración de todo, llenaba una olla gigantesca que era exclusivamente para hacer locro. Trascurridas unas horas interminables con la comida al fuego, la mesa se llenaba de comensales y era toda una fiesta, de la cual no me gustaba demasiado participar.

Es veinticinco, amaneció nublado. Comí una porción de pizza y salí a correr bajo el manto del viento y la neblina, raros a esta hora de la siesta. No deja de entristecerme la escena de una pareja revolviendo el conteiner de la plaza, buscando seguramente algo para revender o comer. Indigna que en un país que produce alimentos en toneladas soporte la injusticia de la mala distribución de la riqueza. Pensé en mis clases, en mis estudiantes y seguí caminando, como todo el mundo. Nos vamos habituando a ver gente revolver la basura de otros. Esto debería ser la preocupación de los medios de comunicación y de las escuelas al hablar de la noción de patria, tan cuestionable por el exterminio que ha significado la construcción del Estado Nación en este país.

A medida que empezaba a correr, me iba despojando de muchísimas cargas y el alivio fue instantáneo. Me empezaba a sentir cada vez más desnudo, aunque en la calle ya no quedábamos más que mi conciencia y yo. Ahí, mi mente se dejó llevar por completo por los recuerdos de la última vez y deseaba llegara un mensaje que dijera que estaba viniendo para casa, con cervezas, maní y palitos. Me salivaba la boca de las ganas y deseaba hacerle el amor. Una hora de gemidos y de fuerza, con dolor en las piernas y la espalda relajada por las cuadras de trote.

Llegué a casa a bañarme, me siento frente al ventanal de la calle para escribir sobre el día de la patria y celebrarlo a mi manera.

Dulce goce

Con sus manos enormes sometía a la presa mientras le tiraba encima la presión de todo el peso del cuerpo, inmovilizando todo el animal con las piernas. No tenía escape, aunque atinaba a morder uno de los dedos gordos, a los que con suerte le asestaba una mordida sutil que lograba sacarle al macho unos gotas de sangre calentita, con las cuales se enchastraba la boca, también lastimada.  

En el arte de someter, nadie mejor que él. Haciendo gala de una estirpe de campo, llevaba consigo la mejor mezcla de varias generaciones. Sobre la alfombra de tierra, se disponía a saciarse salvajemente con ese trozo de carne. Cada falange entumecida por la fuerza, en pos de sostener la mandíbula entreabierta e inmovilizada.  

 De tanta presionar, las costillas del hombre se hundían sobre el lomo de la presa, que a pesar del sometimiento no dejó nunca de luchar por liberarse, con la intrepidez que produce la desesperación de saberse el sacrificio en el acto ritual.

La saliva parece ser algo en común en ambos, que entre jadeos y ritmos lentos se disponían a la celebración del punto límite, cuando el arma pasa a ser enterrada con fuerza. Y es así, como de un solo golpe mete el enorme palo, que atraviesa y desgarra la carne, produciendo el dulce goce.

Un par de ojos merodean la escena y escuchan los últimos gemidos, en silencio.

Del otro lado

Hago un corte en la corrección de los exámenes para detenerme a pensar en tu cara, esa vez que mientras llorando me decías que sentiste el momento exacto en que había hecho el amor con otra persona, después de nuestra separación. Mencionaste algo sobre una puntada fuerte en el pecho (y hasta pude imaginarte gesticulando, llevando las manos allí). Y la encrucijada entre decirte la verdad y romperte el corazón. También la imperiosa necesidad de pedirte perdón por aquello dicho a destiempo.

Ni hablar de las inseguridades de las personas que te conocieron y cedieron a la tentación de querer saber sobre mí, enviarme amenazas o anónimos. Acaso les retuerce saber sobre las veces en las que hicimos el amor, cuyo récord mejor me guardo por miedo a enloquecer a cualquier imbécil que se acueste a dormir debajo de mi sombra o los restos de placeres bien vividos. Que sepan que con anónimos o injurias no podrán nunca tener aquello que los actores llaman verdad.

Mientras escribo, el olor del champú y el jabón me impregnan. Muchas veces me han halagado mis perfumes. Nunca he repetido el mismo por más de los seis meses en que demoro en terminar de pagar la cuota de la tarjeta de crédito. En una oportunidad, una preceptora me preguntó qué usaba, porque todos sentían ese perfume intenso después de que pasaba por el pasillo, y que por eso era fácil identificarme. Recuerdo haber sentido algo de vergüenza pero también satisfacción, ya que de esa forma había recibido suficientes insinuaciones a lo largo de estos años.

Llevo apenas dos días con internet conectado en mi nueva casa y sólo deseo tener tiempo para reflexionar sobre todo lo que me ha pasado en los últimos meses, donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer.

Hacer el duelo

Quisiera que se entienda: hoy no hablo de amor, hoy les hablo del duelo. Ese que se hace en soledad, como el transeúnte que se moja caminando bajo la llovizna a paso lento. Que de hecho no acelera, porque no sabe ni tiene a dónde ir. Me frustra saber que el final siempre está lejos. Entonces la desesperación me produce arrebatos cada vez que la vida cotidiana me remonta a un “nosotros” pero que por ahora es “sólo conmigo mismo”. Y los dolores en el pecho y la espalda vienen acompañados del resfrío y la gripe.
Empiezo a bajar de peso y por las tardes apenas puedo mantenerme en pie de tanto agotamiento, para llegar cansado a la noche, pero sin sueño. Me entreduermo, aunque tampoco logro la paz porque todos los recuerdos, la desolación y la ausencia de propósito me invitan a reflexionar sobre todos los desenlaces posibles.
El celular me avisa que nuevamente tengo que ponerme el disfraz de humano para ir a trabajar como todas las mañanas. Pero ni la música, las tostadas o el café con leche logran sacarme la modorra. Y bastará con que cualquier imbécil de turno me conteste mal, para reaccionar de manera desproporcionada e injusta. Porque en verdad estoy queriendo gritarle a todo el mundo que llevo un velo negro, que a simple vista no se distingue y que por ende merezco respeto.
Lo que digo, no tiene que ver con la ausencia en tiempo presente, sino con la muerte de la sustancia viva que todavía percibo respirar en cada esquina, en algún rinconcito o entre los papeles viejos. El dolor de la pérdida es tan inconmensurable e intransmisible, que nadie, absolutamente nadie de las personas que se ha acercado a decirme que me entiende, puede siquiera sentir a nivel corporal lo que es sentarse frente a la ventana para ver un sueño agonizando. Un sueño al cual estoy obligado a tener que salir a barrerlo de la vereda, como si fueran hojas de liquidámbar que terminarán en la basura de lo orgánico.
La transmutación, los eclipses, la mudanza. Renovación de alumnos, de casa, de trabajo, de amigos. Un nuevo sol se asoma tibio. Con una sonrisa llena de timidez, logra sacarme por un rato de ese estado, cuando me abraza y me dice, que todo va a estar bien.