Apurado por levantarme de la cama, deseaba ir a lavarme los dientes, queriendo preservar las formas y el cuidado del detalle. Me tomé mí tiempo: con el jabón de tocador lavé mi cara, cepillé mis dientes, hice buches con el enjuague bucal y me ordené un poco el pelo, con ayuda de las manos y el peine. Me sentía perseguido por el porcentaje de cerveza absorbido la noche anterior. Si bien conservaba la intensidad del perfume aplicado antes de dormir, me preocupaba estar prontamente presentable.
Cuando volví a la cama, te vi sosteniendo fuertemente mi almohada. Me dijiste, que como me levanté demasiado rápido, te habías aferrado a ella para poder sentir mi olor. Nunca me habían dicho tantos halagos como los que vos me decís cada día, algunas veces con palabras y otras muchas con los ojos y de manera silenciosa. Esa era para mí, una sensación nueva
Me vas enseñando a cantar canciones desconocidas, muchas de ellas en italiano. Mi cuerpo las reconoce y sobre ese idioma se montan historias. Me ayudás a entender bastante de Nápoles, donde mi amiga se fue a celebrar las pascuas, buscando algo de argentinidad.
Y en ese diálogo, vas escuchando atentamente mis relatos, siempre queriendo saber un poquito más, indagando y poniendo en valor mi rareza. Te reís de mis arranques, mi enojo por una tortilla de papas que no me sale. Te gusta pelearme y ver cada reacción.
Sobre ruinas, vas sembrando nuevamente una bella forma de amor propio. Pegas uno a uno los ladrillitos, en lo que era zona arrasada. Y aunque a veces siento desproporcionados tus halagos, me permito que me digas todas las cosas bonitas que te surgen. Te dejo que me huelas el pelo y lo acaricies, aun cuando seguimos mojados.
Con tu mano izquierda me vas marcando los límites de mi costado contrario al que tengo apoyado sobre la cama. Inicias el recorrido con tus dedos por mi oreja y vas bajando por el cuello, los hombros (siento escalofríos), brazos, manos, axilas (siento escalofríos), cintura y piernas (hasta donde te lo permite la posición en la que seguimos aferrados).
Te hablo de mis fobias, pero no te dan miedo. Vos celebras mi diferencia. Todavía está fresca esa tarde en que agarraste uno de los frasquitos de vidrio en el que venden las anchoas (que suelo lavar y poner en la repisa de la cocina) y con el dedo índice de la otra mano, me decías que ahí te ibas a llevar algo de mi esencia, para tenerla cerca de tu cama y poder mirar cada tanto, algo de eso que según vos, brilla.