Me abriste la puerta cuando llegué. Intuía que podrías estar, hacía años que no veía a Paula, le había perdido el rastro de su mudanza desde que llegó de Madrid. No consideré apropiado consultarle si vos estarías también presente.
No supe si darte la mano o un beso y sentí una electricidad especial. No identifiqué si era química o si fue la pérdida de conciencia que inició tras los breves veinte minutos que llevaba a medio tomar de esa copa repleta de vino que me convidaste. La recibí gustoso, sabiendo que estaba mal servida y que probablemente siguieras sin aprender sobre el vino.
A mitad de la noche me perdí entre los invitados, abrazado a Paula y acaparando la atención con viejas anécdotas. A ella le gusta mucho que hagamos ese show de recordar nuestras vidas pasadas, estoy convencido de que me invita para que la haga reír. No suele ser común que dos amigos de la primaria se reencuentren y se rían de sus travesuras de infancia, de los primeros amores y de la serie de historias que hemos construido juntos, exceptuando los últimos cinco años en que dejamos de vernos debido a su estadía en España.
Cuando fui hasta el baño, me encontré con un cuadro lúgubre colgado sobre el pasillo: una vieja sosteniendo una especie de canasto con un bebé adentro, sobre un río o mar agitado, en lo que parecía ser una noche de tormenta, saturada de tonos grises, negros y rosados. La mujer arrodillada, tenía una especie de hábito blanco que le tapaba los ojos y dejaba expuesta una nariz redondeada en la punta y un mentón achatado. Se notaban las arrugas de su cara y sus manos, con las que agarraba con fuerza el moisés. Adentro se veía como una cabecita tapada, pero que no se alcanzaba a distinguir. Sentí escalofríos contemplando la escena.
Ya de nuevo en el living, intenté retomar el clima pero era inútil. ¿Por qué alguien querría arrojar un bebé al mar, soltarlo y entregarlo al infinito?, ¿quién pinta un cuadro tan espantoso? ¿Qué pretende transmitir? ¿Por qué Paula tiene ese cuadro? O quizás lo habría heredado de alguna de sus abuelas con plata, que eran unas viejas clasistas de mierda.
En esa rosca estaba cuando te pedí el cigarrillo. No, no. Ahora recuerdo. En verdad fue así: primero fui al baño, vi el cuadro y volví a servirme una copa más de vino. Se fueron yendo primero Rodrigo y Luisina y dos pibas más. Quedábamos unos diez o doce. A la hora, se fue parte de la familia y los compañeros de trabajo. Ahí fue cuando Paula sacó un frasquito lleno de flores de marihuana, bajó las luces, puso los Beatles y se cruzó de piernas a armar con una gracia admirable.
Por un segundo, me detuve a pensar de la conveniencia de mezclar el alcohol con el faso y entonces fue ahí que te vi perdido entre los cuadraditos del mantel mientras decías algo del tiempo, gesticulando con el reloj de tu mando izquierda. Y bueno, hicimos contacto visual, por primera vez. No me había querido hacer cargo de tu insistencia, por lo que ya sabemos de nuestro pasado. Por el peso de lo vivido. Y te juro que no disfruto de ignorarte, porque a mí también me pasa como a vos, y me afecta. Por eso fue que aunque dejé el cigarrillo hace varios años ya, te pedí el pucho y te invité al balcón.
Al principio ambos teníamos un poco de vergüenza, producto de la química del aire. Yo empecé una conversación sobre la situación social. Vos te limitaste a decirme que somos un país de mierda mientras te sentabas de piernas abiertas en el sillón. El silencio nos interrumpió y ninguno de los dos nos quisimos hacer cargo. Sonaban los Beatles desde el comedor, la noche estaba fría y estrellada.