Una vez alguien me preguntó con sorna por qué había colocado pescaditos de goma en los azulejos de la pared de mi baño. Esquivé su pregunta, respondiendo con evasivas porque se trata de un ritual bastante complicado de explicar.
En principio, como no me gustan los blancos, era una buena manera de cortar la linealidad de la pared. Por otro lado, descubrí que sería un perfecto homenaje a ciertos seres raros que pocas veces se cruzan con nosotros de manera abrupta para hacernos ver los hilos invisibles que tejen nuestro destino, y que quizás aún no habíamos descubierto. Me siento privilegiado y orgulloso, intuyo que a mucha gente nunca se le han presentado sus propios pescaditos de goma.
Sé que cuesta encontrarlos, pero navegan con nosotros en nuestros días sin que sepamos que están ahí, esperando a ser descubiertos. Percibo que la clandestinidad es parte de su mecanismo para preservarse ante lo trivial. No debemos buscarlos de manera consciente. Simplemente aparecerán bruscamente y de manera inoportuna cuando estemos preparados emocionalmente para conocerlos.
Hay algunas pautas que podemos tener en cuenta si alguno se nos acerca, porque lo importante es identificarlos para poder disfrutar plenamente de su compañía. Por lo general, sus manos son pequeñas, pero con un ímpetu asombroso y suele gustarles visitar asiduamente algún curso de agua donde meten sus patitas temblorosas los primeros días de calor primaveral.
En sus ojos suele haber algo profundo, eterno, desafiante. Una mezcla andrógina color carmesí, curiosamente frágil y poderosa a la vez. Si prestamos atención, podemos oler los profundos dolores que arrastran en su espíritu, pero decorosamente altivos, sin ostentar sus sufrimientos a cualquiera.
El color que irradian es diferente al resto de las personas. Se los puede ver con algún signo característico, algo que llame nuestra atención sigilosamente.
No son muchos los que nos harán vibrar la libertad de ser en nuestra más sublime esencia. Cada vez que uno de ellos tome nuestra mano, sabremos inmediatamente que nuestra vida ha cambiado para siempre, que nuestros ojos ya no serán los mismos y que todo ha sido para transformarnos de un sacudón. Los cambios que producen tienen que ver con aspectos aún desconocidos por nosotros mismos, y por eso es preciso que estemos muy despiertos para poder sentirlos.
Muchas noches desde la terraza de mi edificio suelo mirar las luces de la calle. Pienso en todos ésos seres fantásticos que aún me resta conocer y confieso que me genera ansiedad. Pero insisto, la regla no es buscarlos, si no dejarnos atrapar.
Ese es mi homenaje a cada uno de los individuos que marcaron mi existencia, cuatro pescaditos de goma, por cada lucecita de color que ayudó a iluminar mis sombras, que me acompañaron como en cardumen, transcurriendo por las aguas profundas del alma.
Personas bellas, transgresoras, creativas, mágicas. Dignas de ser homenajeadas con un pescadito de goma en la pared de mi baño.